Hace años, muchísimos años, en uno de los tantos pueblos del interior del país, se suscitaron los hechos que a continuación relato.
Resulta, que uno de los ladroncillos del pueblo, se percató de que en el patio del vecino más rico de la región había una mata enorme totalmente cargada de hermosos aguacates. Su desquiciada mente, enseguida comenzó a fraguar un plan para apoderarse de tantos aguacates como pudiera.
Inmediatamente se dirigió a la casa de otro pilluelo conocido y lo convenció para que esa noche perpetraran el robo planeado. Se hicieron de dos enormes sacos de hilo y se prepararon para esperar el ansiado momento. Al filo de la medianoche, los ladrones saltaron la verja de la casa y comenzaron a descargar la mata de aguacates. Uno de ellos se encaramó en el árbol y lanzaba los frutos al otro, para que no se dañaran. Una vez tuvieron los sacos repletos, con grandes esfuerzos los pasaron al otro lado de la cerca y, para que ningún vecino los pudiera ver, se dirigieron al solitario cementerio cercano, donde podrían hacer el conteo y la repartición de los frutos. Al traspasar el portón del camposanto, de uno de los sacos se cayeron dos aguacates en la acera. Uno de los ladrones hizo ademán de recogerlos, pero el otro le urgió a que entraran y que al salir los recogerían. Así lo hicieron y se instalaron a contar los aguacates en voz alta. Uno de los borrachitos del pueblo, que regresaba a su casa pasado de tragos, al pasar frente a la puerta del cementerio, escuchó el tétrico e inusual conteo: Veinte, veintiuno, veintidós,... El miedo le congeló la sangre en las venas y se imaginó que era el propio Lucifer, con sus ayudantes, que habían venido a llevarse los muertos del cementerio y estaban realizando la cuenta respectiva. Preso del terror, se dirigió velozmente hacia la iglesia, para contarle al cura lo que estaba ocurriendo. El sacerdote se despertó malhumorado por aquellos terribles aldabonazos en su puerta e increpó al borracho a que le contara lo que estaba sucediendo. El cura, incrédulo, decidió acompañar al beodo al cercano cementerio y al llegar ante el portón, escucharon estupefactos como los ladrones terminaban el conteo de los aguacates: ciento ocho, ciento nueve y ciento diez. Cincuenta y cinco para cada uno. Un miedo cerval se apoderó del cuerpo del sacerdote, al constatar que todo lo que le había dicho el borrachito era cierto. En eso estaban, cuando oyeron que uno de los ladrones le preguntaba al otro: ¿Y qué vamos a hacer con los dos que están allá afuera?, obviamente refiriéndose a los dos aguacates que se habían caído. Y el otro pillo respondió: Tranquilo que a esos también nos los vamos a llevar. Uno para ti y el otro para mí.
Al oír esto, el cura y el borrachito, creyendo que las voces se referían a ellos, se miraron aterrorizados y, al unísono emprendieron una veloz carrera calle abajo. Y en el silencio de la noche, de aquel tranquilo pueblo, sólo se escuchaban los desesperados gritos del sacerdote dirigiéndose al borracho:
¡Suéltame la sotana, muérgano, que me frenas!
Jesús Núñez León
Poeta/Escritor