Había una vez un gran bosque, en donde los árboles habían crecido de tal forma que sus copas se tocaban impidiendo que la luz los traspasara y llegara al suelo. En este bosque los animales que lo habitaban vivían asustados y en completa penumbra y los pequeños al no poder salir del bosque, no conocían lo que era el sol. En este bosque, las luciérnagas eran las guardianas de la luz. No importaba si afuera del bosque era de día o era de noche, las pequeñas criaturas aladas salían de sus escondites y llenaban el bosque con su brillo dorado.
En lo más profundo del bosque, vivía una luciérnaga llamada Dora. Dora desde pequeña fue diferente a las demás: su luz no era dorada, sino plateada y ese detalle la hacía mantenerse alejada del resto. Aunque sus compañeras la aceptaban, Dora anhelaba ser normal y brillar como las demás. Soñaba con ser la luciérnaga más resplandeciente del bosque.
Un día, Dora escuchó entre los animales, un rumor sobre una flor mágica que era única y crecía en lo más profundo del bosque. Se decía que quien la encontrara obtendría el brillo más intenso y hermoso. Sin dudarlo, Dora emprendió su búsqueda.
Todo el camino estuvo lleno de desafíos. Dora sorteó espinas, cruzó arroyos y se enfrentó a la oscuridad total. Finalmente, llegó a lo más profundo del bosque; era un pequeño claro que por algún motivo las copas de los árboles no llegaron a cubrir y en el suelo crecía la flor.
Era una delicada campanilla cuyos pétalos emitían una tenue luz plateada. Dora extendió sus alas y volando hacia ella se posó sobre la flor. Al instante, su luz cambió. Ahora, Dora brillaba con un fulgor único y mágico, jamás visto en ninguna otra luciérnaga. Pero algo más sucedió: la flor, al ser tocada por Dora, comenzó a marchitarse. Dora entonces entendió que su nuevo brillo provenía del sacrificio de la hermosa y extraña flor.
Entonces, Dora muy triste, tomó una rápida decisión. En lugar de quedarse con la luz para sí misma, decidió compartir su brillo con la flor. En ese momento, la campanilla se revitalizó y comenzó a emitir una luz aún más intensa. Tan intensa que lograba iluminar los sitios más oscuros del bosque, haciendo que los animales se sintieran más seguros y salieran de sus escondites. Al ver lo que había ocurrido, Dora sonrió, sabiendo que había hecho lo correcto.
Desde ese día, Dora se convirtió en la cuidadora de la flor y en la luciérnaga más querida del bosque. Su luz plateada iluminaba los senderos, guiando a las criaturas nocturnas. Y aunque no brillaba como las demás, su resplandor era único y especial.
Así, en el Bosque de las Luciérnagas, Dora enseñó a todos que la verdadera belleza radica en la generosidad y la bondad. Y así cuando las luciérnagas alzaban el vuelo, la luz de Dora brillaba más allá de la copa de los árboles hasta las estrellas.
Fin.