No existen dudas en que las madres juegan un papel fundamental en nuestras vidas, pero tampoco existen dudas en que la figura del padre en la familia es básica e indispensable para la correcta estabilidad psicológica de los miembros menores.
Debemos aceptar, que la figura paterna aporta un valor incalculable al desarrollo de los hijos.
La paternidad es una relación compleja en la que intervienen factores sociales y culturales. Tener una relación afectuosa e incondicional con los hijos va más allá de proveerles económicamente. La función paterna implica cuidar, criar y educar con buen trato, así como mantener un clima de diálogo y respeto con la madre y la familia.
Todos hemos escuchado alguna vez el viejo adagio que dice, «la mano que mece la cuna es la mano que gobierna el mundo»
Cuando se trata del desarrollo de un niño, hay muchos factores que tomar en cuenta y que hacen complicado su crecimiento. La figura del padre se encuentra entre los factores más importantes. Las contribuciones únicas de un padre bien formado en la vida de un niño pueden ayudar a moldear su carácter, esculpir su confianza en sí mismo y direccionar su camino hacia éxito. En pocas palabras, puede ayudar a formar la personalidad del niño, convirtiéndose en una figura ejemplo a seguir.
En alguna parte leí que, la figura paterna es como la sal en una sopa. No puede verse, pero su ausencia se nota y su presencia verdaderamente realza el sabor. En el desarrollo de un niño, la figura del padre es igualmente invisible pero vitalmente esencial.
Es cierto que en ocasiones, la madre sustituye al padre en la crianza de los hijos, bien sea por falta física o ausencia en la familia, pero psicológicamente ha sido demostrado que estos niños, criados solo bajo la tutela y el afecto de la madre adolecen de sabiduría, orientación, confianza e independencia, factores que solo el padre puede suministrar con su presencia en la familia.
Pudiéramos decir, que el padre bien formado, es como el modelo de conducta a seguir, pero en realidad es mucho más, es algo así como, un faro que alumbra las experiencias infantiles, cuya luz repercute aún en la adultez.
Es muy normal que los niños sean reacios a seguir las pautas impuestas en un principio por el padre, pero las experiencias no se olvidan y una vez adultos, las recuerdan y reconocen su valor.
A pesar de haber un Día del Padre en el calendario, este, no tiene la importancia que se le da a su contraparte, el Día de la Madre. Día que los hijos tienden a celebrar con mayor esmero.
No quiero, con lo dicho anteriormente, crear una diatriba entre padres y madres por la importancia de cada una de las figuras. Estamos todos claros en que ambas figuras son importantes, pero debemos reconocer que el padre forma parte fundamental de la base de una familia y que su presencia hace mucha falta para la crianza de unos hijos bien formados, psicológica y socialmente.
Yo particularmente, entrado en la tercera edad, siempre recuerdo las experiencias vividas junto a mi padre y constantemente aplico sus enseñanzas en cada una de las situaciones a las que me enfrento socialmente.
Aún recuerdo sus estrictas prohibiciones. Prohibiciones esas que en mi época de joven adolescente, consideraba exageradas, pero que ahora reconozco estaban muy bien fundamentadas.
Mi padre velaba estrictamente por el fiel cumplimiento de ordenanzas como: No beber licor, no fumar cigarrillos, no llegar a la casa después de la salida del sol, no pedir dinero prestado y sobre todo, la más importante de todas, cuando me preguntaba: «¿Cuál es su negociado?» A lo que debía responder sin dudar: «los estudios» y él concluía diciendo: «bien, entonces dedíquese a estudiar y no pierda el tiempo en tonterías».
En mi familia, mi madre era la consentidora, nos permitía hacer ciertas cosas, pero cuando fallábamos, de inmediato nos amenazaba con la frase: se lo voy a decir a tu papá. Eso era una amenaza a la que le teníamos mucho miedo y era suficiente para que retomáramos el camino correcto y no incurriéramos en faltas.
Ya crecidos, adultos e independientes económicamente, mi padre seguía orientándonos y daba pautas de comportamiento, recomendaciones que no dudábamos en acatar y cumplir sin replicar pues la experiencia de mi padre era indudable. Sin embargo, en ocasiones, cuando se le consultaba sobre alguna situación que el pensara que lo que dijera pudiera crearle alguna complicación posterior, el solía concluir el tema diciendo: «ya usted es grande y sabe bien lo que debe hacer».
Por experiencia propia, yo, que tuve la oportunidad de crecer y formarme bajo la tutela de un padre, en una familia bien constituida, puedo decir para concluir, que la figura de un padre bien formado, es fundamental para la buena crianza de los hijos y su descendencia.
Gracias a él, es que hemos logrado ser lo que somos hoy.