Hoy, después de más de 50 años, amanecí recordando el primer viaje que realicé para visitar a mi abuela Carmen, quien vivía en un hermoso pueblo de los tantos que hay en el estado Sucre de mi amada Venezuela; eran 8 hora de viaje en autobús desde Caracas hasta el terminal de pasajeros que, ¡para mí, no era un terminal!, pues recuerdo que se trataba de una calle en donde el autobús dejaba a los viajeros con sus equipajes, cercano a la oficina en donde se compraban los boletos.
Desde ese lugar, debíamos caminar un largo trecho con el fin de buscar el transporte que venía del pueblo; trayendo a los habitantes de la localidad para realizar sus diligencias y compras, quienes serían regresados, conjuntamente con los vacacionistas que habían llegado entre las cinco y seis de la mañana; entre ellos mi mamá y yo.
Se trataba de una camioneta tipo Pick Up, con: asientos de tabla a ambos lados y detrás de la cabina del chofer, espaldar de tubos de hierro; de forma horizontal en cuya parte superior se encontraba una lona enrollada para ser desplegada en los días de lluvia y un pequeño escalón en la parte posterior para abordar el vehículo. La comodidad de los asientos delanteros, estaba destinada a las personas mayores o a aquellas que lo solicitaran con bastante antelación; nada parecido a los vehículos de la ciudad a los que yo estaba acostumbrada.
Los choferes: hombres colaboradores, solidarios y responsables; eran amigos de todos y estaban pendientes de sus pasajeros y de no dejarlos botados, por lo que buscaban sus equipajes y con algunos a bordo, daban varias vueltas por todo el lugar para recoger a las personas que habían llevado, los que llegaron esa mañana y otros que debían hacer algún mandado en el pueblo.
El carro se llenaba con todo tipo de productos para surtir los negocios y lo que se les ocurriera trasladar a cada uno de los pasajeros; sobre todo cuando vendían sus cosechas; siendo utilizados estos bultos como asientos por grandes y chicos.
Una vez repleto el carro, iniciaba el trayecto; cuatro horas más por una carretera que comenzaba con asfalto para continuar de tierra en un trecho no muy largo. En épocas de sol: se levantaban ráfagas de polvo que cubría el cabello y la vestimenta de los viajeros, cambiando su color. En temporada de lluvia: las ruedas de los carros se quedaban atascadas en varios tramos de la vía por el fango que se formaba; teniendo los pasajeros, (a excepción de los niños) que bajarse, quedando los hombres responsables de halar y empujar el vehículo para sacarlo y poder continuar el viaje. Los lugareños sabían a qué atenerse, dependiendo si el día era soleado o lluvioso.
Durante el trayecto, la camioneta corría y corría, yo, como niña al fin; curiosa por aquella realidad ajena para mí, disfrutaba del aire que me daba en la cara y despeinaba mi cabello, aunque recogido por una trenza; se zafaba pegándome en los ojos y llenándose del polvo del camino.
El recorrido parecía interminable por lo que le preguntaba a mi mamá con frecuencia ¿cuándo llegaríamos?, respondiéndome que estaríamos muy cerca cuando viera un río que debíamos cruzar, lo que me emocionó al imaginarme descalza y bañándome en él, pero ella me aclaró que no nos bajaríamos, sino hasta llegar a la casa de la abuela, lo que, ¡me desconcertó!, llevándome a no preguntar más y recostada de ella me quedé dormida.
Mucho tiempo después de la última vez que pregunté; divise el río que me indicaba estar cerca de atravesar la brecha que me llevaría derechito a los brazos de mi querida abuela. Sin embargo, al verlo y estar ante un pequeño riachuelo exclamé con decepción:
—¡Y, ese es el río!, -ante lo que mamá respondió. –
—¡Si, ese es el río!, está así porque no ha llovido, cuando llueve los carros no pueden pasar y las personas tienen que quedarse de este lado y atravesarlo con bestias para poder llevar sus cargas y maletas.
En ese instante, lo cruzamos sin mayor dificultad, no obstante, me imaginé a las personas yendo de un lado a otro cargando los paquetes en los burros y caballos, pero esa no sería la ocasión de experimentarlo.
Una vez en el pueblo, escuche a los habitantes, quienes al oír el sonido del carro decían: ¡ahí viene…!, refiriéndose al chofer que estaba entrando al pueblo, mientras que algunas personas corrían a recibir a sus familiares, ¡también a averiguar! si venía algún desconocido para adivinar a qué familia visitarían, sin contar que los pasajeros que compartían el viaje, ya habían indagado los pormenores de dicha información.
A partir de ese momento, la corneta del carro sonaba en la medida que se acercaba a las viviendas o negocios de su próxima parada, aclarándome mamá que nosotras seríamos las últimas en llegar.
Finalmente, llegamos a nuestro destino; siendo recibidas por la abuela Carmen y las vecinas que esperaban para escuchar los detalles de la travesía que acabábamos de pasar y entre besos y abrazos las gracias a Dios por nuestra llegada no se hizo esperar. A partir de ese momento la casa de la abuela fue visitada a todas horas para mirar, compartir y comentar lo grande que estaba la chiquitica que un día se llevaron de ese lugar, o sea, ¡Yo!
¡Estos tiempos!, ¿quién los recuerda?, ¿quién se imagina, las travesías que solíamos pasar para visitar a nuestros familiares y seres queridos que vivían fuera de la gran ciudad?
Y aunque, después de la muerte de la abuela, no he vuelto a visitar mi sitio natal, me cuentan que la travesía ¡sigue siendo igual!
Olivia Brazón