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Carapacha - Olidys Rodríguez

 


Cuando me la regalaron, parecía una chapa de refresco. Con los días fue creciendo fuerte y ágil- algo selectiva para comer-. Prefería las espinacas, hojitas de lechuga tierna y jugo de cereza; supongo le parecía exquisito.  A veces se me perdía en la grama y yo la llamaba: ¡Carapacha, Carapacha!  Y como por arte de magia aparecía, le fascinaba jugar a las escondidas.

A mis primas les encantaba jugar con ella, era tan tiernita y bonita… tanto así, que cuando Zury (mi prima mayor) se fue a estudiar a Mérida, su novio le regaló dos morrocoyes, y en honor a la mía, le puso el mismo nombre, Carapacha. El otro, era macho y lo bautizó “Carapazo”, pero, esa es otra historia, algún día se las cuento.

En el patio jugábamos, a que era perro, y mordía a mi primo, entonces yo corría y le gritaba: -sale, sale, Carapacha. -guao, guao- ella lo perseguía. Era muy gracioso. Después, nos tirábamos en el suelo a reírnos de sus ocurrencias.
 
En otra oportunidad Carapacha estaba triste, no tenía apetito, hacia pupú muy blandito; mi abuela, que era la botánica estrella de la familia, le hizo un preparado, con tres cogollos de fregosa, y una raíz de culantro. Al principio no quería tomárselo, pero cuando vio que tenía una jeringa se apresuró a beber aquella infusión, y así se curó. Después le dije que la jeringa no era para inyectarla, era para meter allí el líquido y depositarle en su boca la infusión para que lo ingiriera. Bueno, ya no tenía objeto explicarle, lo importante fue que sanó.

A Carapacha le gustaba pasear, ir al parque, este era su plan favorito. Sin embargo, creció mucho, ya no podíamos llevarla a todas partes.

En Semana Santa siempre salíamos para la playa, pero esta vez, no la llevaríamos.  Mi mamá le preparó un corral en el patio, dejó abundante agua y como ella comía gramita, por si se le acababan las frutas y hojas, allí encontraría alimento.

También colgó una botella plástica a un cordel, echó agua y dejó que le cayera en gotas. Tomó otro envase y le dejó unos mangos y guayabas, en un plato lechugas y espinaca por si acaso.

Cuando regresamos de viaje, lo primero que hice fue correr al patio, quería darle besos, me hizo mucha falta; pero, para mi desconcierto, el corral estaba vacío, ¿se escapó? ¿alguien se la robó?

la busqué por toda la cuadra, preguntamos en cada casa, sin embargo, la búsqueda fue infructuosa. Fueron días muy duros para mí, lloraba, me desesperaba, mamá me consolaba. Poco a poco, me fui acostumbrando a la idea de no volverla a ver nunca más. 

Pasaba el tiempo y continué extrañando a mi Carapacha.  Al lado de la casa, se encontraba un solar, allí recuerdo, la buscamos también. Con los días, no se sabe quién, prendió fuego. Las llamas eran muy altas y devoraron el monte seco. Mis padres lograron apagar las llamas, echando agua con una manguera, no vinieron los bomberos.

Como a los quince días la brisa traía un olor fétido, salimos al patio, y revisando de dónde venía ese olor; y de repente encontramos el caparazón de mí morrocoya, como saliendo de un cerro de tierra ahí depositado, entonces, entendimos lo que había sucedido: Carapacha se había enterrado y no pudo escapar de las llamas. 

¡Ay, que dolor tan grande! Muy tristes y consternados, nos fuimos a dormir ese día.

Pasó el tiempo, dos años tal vez, nos encontrábamos en la sala conversando, cuando de repente, llegó una morrocoyita, como el tamaño de mi puño. Entró, así con tranquilidad, como si era su casa, la observamos casi paralizados. Transitó un rato, luego se regresó y se fue; quizá vino a visitar a mi morrocoya.

Podría ser su hija, -dijo mi abuela.

No la agarramos, dejamos que se fuera, a lo mejor era de algún niño del vecindario, y se le había escapado. Sin embargo, nunca escuchamos por ahí, que buscaran una marrocoya.

Hoy, viendo hacia el cielo, la brisa me acaricia el rostro, como confirmándome, que ese día, quien vino a visitarnos, sí fue Carapacha.

Veo a las nubes que van ligeras y les pido que, si ven a Carapacha, la saluden. Me voy a casa, no puedo evitar las lágrimas.