Ir al contenido principal

El Día de la Afrovenezolanidad - Miguel E. Molano

 

El calor de mayo sofocaba los cañaverales de la serranía de Coro en 1795. José Leonardo Chirino, un hombre de manos callosas y mirada firme, caminaba entre los trapiches donde el sudor de los esclavizados se mezclaba con el jugo amargo de la caña. Llevaba semanas susurrando palabras peligrosas al oído de los suyos: "Libertad", "igualdad", "la ley de los franceses".

Chirino no era un esclavo. Como zambo libre, conocía el peso de las cadenas ajenas. Había visto morir a niños exhaustos en los sembradíos, había escuchado los lamentos de las mujeres separadas de sus hijos en las subastas. Pero lo que finalmente quebró su paciencia fue el impuesto: mientras los blancos mantuanos acumulaban riquezas, a los negros libres como él les arrancaban hasta el último real con la alcabala.

Una noche, junto al fogón donde se asaba pescado salado, contó lo que había visto en Saint-Domingue: "Allá los esclavos tomaron machetes y echaron a los franceses. Ahora son libres, como debe ser". Los ojos de los oyentes brillaron con una esperanza peligrosa. “Además, hace años un zambo igual que yo junto a un puñado de negros esclavos logró hacerle mucho daño a los españoles”.  Los oyentes a cada momento se entusiasmaban más con la narrativa de Chirino. 

El 10 de mayo, el sonido de un caracol marino cortó el alba. Chirino y 300 hombres -esclavizados, libertos, incluso algunos indios caquetíos- avanzaron hacia las haciendas armados con machetes y palos. Quemaron registros de propiedad, abrieron los grilletes de los prisioneros y gritaron consignas que helaron la sangre de los amos:

"¡Abajo los blancos!"
"¡No más tributos!"

Por tres días, el miedo cambió de bando. En Macanillas, los rebeldes izaron una bandera desconocida mientras Chirino declaraba: "Aquí manda el pueblo".

La respuesta colonial fue brutal. Milicianos bien armados cazaron a los rebeldes como animales. A Chirino lo traicionaron por 300 pesos de recompensa. Cuando lo llevaron a Caracas para el juicio, aún llevaba puesta la camisa rasgada por los zarzales de su huida.

El 10 de diciembre de 1796, en la Plaza Mayor, el verdugo alzó el garrote vil, pero antes de que cayera el golpe, Chirino miró a la multitud y dijo algo que los testigos nunca olvidaron: "Esto no termina aquí".

Hoy, cuando los tambores de San Juan repican en Curiepe, cuando las manos morenas amasan el pan de tunja en Barlovento, cuando los niños recitan en las escuelas que Venezuela abolió la esclavitud en 1854, el espíritu de Chirino sigue vivo. Su rebelión -aunque fracasada- fue la primera chispa de un fuego que nunca se apagó.

En cada 10 de mayo, al conmemorar el Día de la Afrovenezolanidad, no solo recordamos una fecha. Escuchamos de nuevo aquel caracol marino llamando a la libertad, y entendemos que la verdadera historia de Venezuela no se escribió en los salones de los mantuanos, sino en los caminos polvorientos donde hombres y mujeres como Chirino decidieron que preferían morir de pie a seguir viviendo de rodillas.

La fecha fue establecida en 2005 en homenaje a la rebelión liderada por José Leonardo Chirino en 1795, un grito de libertad que desafió el sistema colonial. Aunque la efeméride se celebra en mayo, el reconocimiento oficial de los afrovenezolanos en la Constitución (1999) marcó un hito en la visibilización de sus derechos. La llegada forzada de africanos esclavizados durante la colonia dejó una huella imborrable en la demografía y la cultura venezolana, especialmente en regiones como Barlovento, Yaracuy y Zulia.

Hoy en día, a pesar de los avances legales, persisten retos como la discriminación racial y la falta de acceso a oportunidades en algunas comunidades. Organizaciones como la Red de Organizaciones Afrovenezolanas trabajan para promover la inclusión y rescatar memorias locales. Además, el Estado venezolano ha impulsado políticas para visibilizar esta herencia, aunque críticos señalan que falta profundizar en acciones concretas.