Hay ciudades que se llevan en la piel. Caracas es una de ellas: su brisa fresca al amanecer, el eco de las gaitas en diciembre, el olor a café recién colado en Sabana Grande. Fundada el 25 de julio de 1567 como Santiago de León de Caracas —nombre que honraba al apóstol Santiago, al gobernador Pedro Ponce de León y a los indígenas caracas—, esta capital de contrastes ha sido escenario de revoluciones, serenatas y sueños rotos y renacidos. ¿Qué hace que, a pesar de todo, siga enamorando a quienes la habitan?
Desde su fundación por Diego de Losada, Caracas creció encajonada entre montañas, como si el Ávila —su guardián verde— la protegiera de los embates del tiempo. En el casco histórico, la Plaza Bolívar conserva el aire solemne de la época colonial, con su estatua ecuestre del Libertador y las catedrales que han visto pasar siglos. Cerca de allí, el Museo de Arte Colonial, una antigua hacienda de café, revela cómo los techos rojos de tejas — herederos de la arquitectura española— se convirtieron en el sello de la ciudad. Según el cronista Carlos Eduardo Misle, "esos techos no solo cubren casas, sino memorias: bajo ellos se escribieron poemas, se conspiró por la independencia y se cantaron boleros".
Si Caracas tuviera un soundtrack, empezaría con las notas de la Orquesta Billo’s. Billo Frómeta, el director dominicano que adoptó a Venezuela como patria, llenó las radios de los años 50 con canciones como "Mosaico caraqueño", un homenaje a sus calles. Hoy, su legado sobrevive en los bares de El Hatillo, donde suena "El negrito del Batey", y en las parrandas de La Candelaria, donde los vecinos aún improvisan serenatas. "Aquí la música es terapia", dice Juan Carlos, un músico callejero que toca frente al Teatro Teresa Carreño —el segundo más grande de Sudamérica—. No es casual que artistas como Franco De Vita o Ilan Chester hayan nacido entre estas colinas.
Hablar de Caracas es hablar de su gente. En el Mercado de Chacao, Carmen —vendedora de flores por 40 años— ofrece "caraotas y alegría" junto a puestos de mangos y quesos andinos. Mientras, en Petare, el muralismo transforma las paredes en lienzos de esperanza. La gastronomía cuenta su propia historia: las arepas en El Granjero del Este, los pastelitos de La Casa de los Tequeños, o el chocolate caliente de La Tahona son rituales que ningún caraqueño olvida.
Caracas no es ajena a los desafíos, pero su espíritu resiste. En Altamira, los jóvenes se reúnen bajo la torre más alta de Venezuela para hablar de futuro; en la Universidad Central, los estudiantes debaten entre murales de próceres y consignas nuevas. Y aunque algunos añoran la Caracas de los años 70 — cuando el Parque del Este era el jardín de la ciudad—, otros, como el arquitecto Ricardo Sanz, insisten: "Esta es una ciudad que se reconstruye todos los días, como un fénix entre el caos y la creatividad".
Como escribió Aquiles Nazoa: "Yo quiero a Caracas con su cielo de tantos blues diferentes". Quien la vive, sabe que no es perfecta, pero es única. En sus plazas, en sus cerros, en la mirada de quien vende empanadas al amanecer o en el sonido de una orquesta a medianoche, late un corazón rojo como sus techos. ¿Te atreves a descubrirla?


