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El ejército de las ánimas Rescata a Páez - Jesús Guevara


Páez estaba preso, dicen que, con grillos en los pies, barrotes de hierro atravesados en las ventanas y soldados armados en la puerta. La cárcel era una habitación en la mayor casa de Canaguá, donde el coronel Puig, jefe español que lo capturó, había establecido su cuartel general. Allí lo tenía, junto con otros, tantos que no tenían espacio para sentarse y tenían que permanecer de pie, en capilla ardiente, sentenciados para fusilarlos al amanecer, por decisión “unánime” de sí mismo e inapelable del coronel Puig.


El 19 de Abril de 1810 se alborotó el avispero de la patria en toda Venezuela, pidiendo liberarse de España, aprovechando que ahora estaba herida de sumisión y postrada de miedo ante una Francia guapetona y envalentonada con Napoleón de Emperador.

Páez, después de celebrar su cumpleaños número 20 en la gallera de Canaguá y con piñata y guarapita, se alistó con potro y lanza en el ejército que formó Manuel Antonio Pulido, dueño del hato donde él trabajaba como peón a las órdenes del capataz, el negro Manuelote, esclavo racista y engreído, que con ínfulas de dueño les cobraba a los peones sus diferencias de color.

Perdida la Primera República, Páez licenciado de la guerra, se hizo comerciante en ganado y caballos, poniendo en práctica los aprendizajes de comprar y vender, logrados en las tiendas de sus tíos. Esa actividad lo puso en contacto con el capitán español Antonio Tiscar, encargado de apagar las candelas revolucionarias que se prendieran en Barinas, que entonces Barinas era tan extensa como el mar. 

Hizo Páez con Tiscar varias operaciones de compra venta de ganado, que Tiscar necesitaba para el sostén de su tropa. Esos encuentros comerciales realizados con mutuo respeto y honradez, devinieron en natural amistad o por lo menos en consideración. Quiso entonces Tiscar, conocedor de las habilidades bélicas de Páez, demostradas en su pasantía con las fuerzas patriotas, ganárselo para las fuerzas realistas y como halago de caramelo le hizo expedir con la superior instancia un Despacho de Capitán de Caballería. Por ese hecho cierto se dice alegremente, que Páez estuvo sirviendo a los realistas y obtuvo el grado de Capitán de Caballería. Eso hubiera sido halagador para alguien blandengue en sus convicciones y de los que apuestan para los dos gallos, esperando cobrar cualquiera sea el que gane, pero en Páez con solidez moral y patriótica a prueba de mayores estremezones, por el contrario, era un compromiso que lo ponía entre la espada y la pared. La pared significaba su muerte política, la traición a sus principios y su causa y la espada, su muerte física, su desafío al reino español. Entonces optó por pedirle consejo a Salomón y este le aconsejó desde las alturas de su sabiduría, que ganara tiempo y eso hizo.

Le pidió a su amigo unos días para poner en orden sus asuntos y sus ideas, liquidar sus negocios y aprestarse de lleno a su nueva responsabilidad, devolviéndole el documento para una postrera ocasión.

Zafado así de la coyuntura imperiosa, Páez buscó protección en la distancia, alejándose de Tiscar. Esto no le cayó bien al jefe español y en adelante lo consideraron enemigo y traidor de la causa. 

Puig, subalterno de Tiscar, acantonado en Canaguá, el mismo pueblo donde vivía Dominga Ortiz la esposa de Páez y donde este iba con frecuencia, le monta guardia de cacería. Y aquí lo tenemos, preso esperando que amanezca para fusilarlo. 

Dominga Ortiz era una mujer de pensamiento, decisiones y acción, que acompañaba a su esposo en la azarosa vida de la guerra. Diestra en el caballo, diestra con la lanza y valerosa en el combate y era pieza clave en las estrategias de sorpresas que juntos maquinaban.

Así que renunció a pasar la noche, arrodillada detrás de una vela encendida, pidiéndole a Dios y a las Ánimas que salvaran a su marido. Prefirió ir ella misma con las Ánimas a salvarlo. 

Así que se sacudió las lágrimas que aún no salían y salió a la calle a convocar a las Ánimas. Hizo contacto con unos cuantos incondicionales amigos y correligionarios de Páez, les explicó el plan concebido. Que gustosos se aprestaron a la acción, que aquella mujer de temple autoritario y firme les expresaba de una manera tan convincente y subyugante, que ninguno se atrevía a ripostar. 

A media noche con la oscuridad de la luna nueva, recién nacida, que non tenía luz ni para alumbrarse sus pininos, sin cocuyos ni aguaitacaminos, que les dieran pellizcos de vida al silencio, con el río Canaguá discurriendo sin hacerse notar, poque no tiene chorreras ni crecientes que delaten su transcurrir. Se oyó un tiro de fusil que taladró la quietud, estremeció el río y alborotó las tropas del coronel Puig, que acampaban en los patios de la casa a la orilla del río.

¡ALTO QUÍÉN VIVE!

Gimieron los patrulleros de la ronda, al ver al otro lado del angosto río, un grupo de esqueletos, que con la candela que brotaba de su cuerpo, rompían la oscuridad y dejaban libres los fantasmas que se escapaban por el aire. 

¡VIVA LA AMÉRICA LIBRE! ¡SOMOS EL EJÉRCITO DE LAS ÁNIMAS!

Dijo una potente y sonora voz de ultratumba, que paralizó el viento, atronó el silencio y aplastó la sabana.

Los soldados corrieron a darle el aviso de lo que habían visto y oído al coronel Puig, más asustados que incrédulos. Puig, que no tenía manual de procedimiento para pelear con muertos, corría de un lado para el otro, cuando de pronto, caen sobre el campamento, como si hubieran llegado del cielo un estrépito de caballos corriendo encima de los soldados, haciendo tanto ruido como diez veces cada uno, al mismo tiempo sonaban tiros y se espantaron los caballos propios, tan asustados como los soldados y antes de que pudieran ver que todo el infernal ruido lo producían 20 caballos con cueros secos amarrados del rabo y cuatro hombres con fusiles, se abalanzaron hacia el campamento las miles de garzas, que tranquilas como toda las noches, dormían en los garceros a la orilla del río.

El pánico se hizo general y la desesperación también. El coronel Puig, viendo que todos huían despavoridos, él huyó también, dejando el cuartel abandonado y los presos encerrados, que tampoco sabían lo que estaba pasando y lo vinieron a saber cuando el grupo de amigos estaban echando la puerta abajo y poniéndolos en libertad.

Un caballo zaino, como la noche oscura, con Dominga Ortiz encima y en su mano una lanza encendida en antorcha de esqueleto, caracoleaba nervioso y se paraba en dos patas y entonces atronaba el grito formidable de aquella mujer terrible:

¡VIVA EL EJÉRCITO DE LAS ÁNIMAS! ¡CARAJO!