A los pemones se les conoce como los custodios del Saber en la Gran Sabana. Esta hermosa región guarda entre sus tepuyes y ríos una de las culturas indígenas más antigua del país, herederos de miles de años de historia, ellos han conservado su identidad y legado gracias, fundamentalmente, a la fuerza de la oralidad y a sus prácticas ancestrales.
En la cosmovisión pemón, la transmisión oral es mucho más que una herramienta pedagógica: es el pilar que sostiene sus creencias, valores y conocimientos. Los ancianos —los sabios de la tribu— son considerados “reservas vivas” de la memoria colectiva. Mediante cuentos, mitos, cantos y relatos sobre el origen del mundo, los héroes ancestrales y las fuerzas de la naturaleza, los ancianos enseñan a los más jóvenes la historia y las normas de convivencia, así como la relación espiritual con el entorno.
En las comunidades, existe una preocupación creciente por fortalecer y preservar el idioma mediante prácticas basadas en la oralidad, especialmente entre los niños, para combatir el peligro de pérdida cultural producto del desuso de la lengua originaria.
Las prácticas ancestrales pemones están indisolublemente ligadas al calendario agrícola y a la estrecha relación con el ambiente. La agricultura itinerante de conucos, la pesca y la caza tradicional son actividades fundamentales, siempre acompañadas por rituales y agradecimientos a la madre tierra.
Por otro lado, la medicina tradicional que utiliza este grupo indígena, está guiada un chaman, combina el uso de plantas medicinales, cantos y la interpretación de sueños. El chamanismo ofrece respuestas a las enfermedades físicas y del espíritu a través de ceremonias que buscan la armonía con los mundos invisibles.
La cestería, cerámica y la narración de historias conforman las formas artísticas principales de los pemones. Danzas como el Arepú, el Parichara y el Tukui, acompañadas de música y cantos, no solo celebran la vida comunitaria, sino que, además, representan medios de comunicación con los espíritus y de preservación de las enseñanzas milenarias.
Sus prácticas ancestrales, ritos, mitos y formas de organización social constituyen una riqueza invaluable para Venezuela y para el mundo. Son los custodios de un saber que sólo sobrevive porque se pronuncia, se escucha y se honra en el presente.
En esta oportunidad, quiero compartir con ustedes, uno de los relatos más hermoso de esta tribu y que explica el origen de la luz de los cocuyos o luciérnagas, editado por la editorial Ekaré; sus ilustraciones reflejan la geografía y vida cultural pemón, como los tepuyes y la gran sabana; estoy segura que les encantará:
Un gran cocuyo salió de viaje a visitar a unos tíos que vivían muy lejos, al otro lado de la sabana. Volando, volando, llego al atardecer a un cerro donde vivía una mora. Se sentía cansado y soñoliento y decidió quedarse allí a pasar la noche.
La mora estaba vieja, deshojada y encorvada y de sus ramas asomaban unos dientes muy feos. El cocuyo se acercó buscando un sitio para dormir. A la mora le gustó la manera de volar, el zumbido de sus alas y los ojos brillantes del cocuyo. Le dio comida y bebida. Le colgó con cuidado en su chinchorro (Hoja, pero literalmente significa: “Pequeña embarcación de remos”) y lo entretuvo con conversaciones interesantes hasta muy entrada la noche.
—¿Quieres casarte conmigo, cocuyo?
Preguntó por fin la mora. Pero el cocuyo se hizo el dormido y no le contestó. La mora lo toco suavemente y volvió a preguntar:
—¿Quieres casarte conmigo, cocuyo?
El cocuyo abrió los ojos y contestó molesto:
—Yo no te quiero, mora. Eres vieja, estas deshojada y encorvada. Estás muy fea. No me casaré contigo.
Al amanecer, el cocuyo siguió su camino y después de mucho volar llegó hasta casa de sus tíos. Allí quedó varias lunas conversando y bailando. Luego emprendió el viaje de regreso. Pasó por los mismos lugares por donde había venido y un día llego al mismo cerro donde vivía la mora ¡Y que sorpresa! La mora estaba totalmente cambiada.
Estaba joven, vestida con hojas nuevas y adornadas con flores.
—¡Que buenamoza estás, mora! — exclamó el cocuyo— Te ves muy linda llena de flores. Me gustas mucho. ¿Quieres casarte conmigo?
Pero la mora no le contestó.
—Mora, morita, cásate conmigo, suplicó el cocuyo.
—No, cocuyo, dijo la mora.
Y por más que insistió el cocuyo, ella no le hizo caso.
—Por lo menos dime cómo te las arreglaste para ponerte tan buenamoza, rogó el cocuyo.
Y la mora contesto:
—Esa no fui yo. Unos hombres que andaban cazando por allí me prendieron fuego y con el fuego precisamente me volví joven y bella otra vez.
—¡Mora! —exclamo el cocuyo entusiasmado— ¿No podré volverme joven igual que tú?
—No sé. Si te parece, hazlo, pero ten cuidado.
Entonces el cocuyo vio cerca de allí una candela (hoguera) que habían prendido unos hombres.
—Yo también me pondré joven y buenmozo como la mora. Tal vez así ella me quiera. Y sin pensarlo más voló al fuego.
Pero apenas lo tocaron las llamas y sintió que se quemaba, el cocuyo arranco a toda prisa.
Sacudió las alas para apagar las chispas. Y se froto contra la hierba verde. Entonces se miró y vio que estaba todo negro y chamuscado. Solo en la cola le quedaba una chispita que no podía apagar. Por más que voló y batió las alas, allí quedó la chispita.
Muy triste y un poco avergonzado, el cocuyo se alejó de la mora y siguió su viaje hasta su casa.
Desde entonces todos los cocuyos tienen ese color negro y esa luz en la cola. Todos los cocuyos rondan las moras cuando están en flor, con la esperanza de enamorarlas. Y cuando por las noches ven una candela, allí se tiran".




