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Julia Rita - Jesús Guevara


Vivía en la calle del medio, Principal, también le decían; esa era la única, que al principio tenía el pueblo. Comenzaba con un camino sin casas y terminaba, con el mismo camino, que se le acababan las casas. De cada vértebra de la calle fueron saliendo escapes, que hicieron otras calles, también con vértebras y escapes, hasta formarse un crucigrama de barro y zinc. 

Su casa, de esquina, empinada en el añil de las paredes, tenía el techo negro, que ella misma pintaba, metida en una braga encandilante, color candela. Se montaba en el caballete, como una horqueta cabalgante y amarrada por la cintura, se deslizaba por los toboganes del zinc, jugando espadas con la brocha.

Negro, decía ella, para que se “insuelvan” en él todas las envidias, maledicencias y maldades de la gente. Negro, decía la gente, para que la encuentren facilito. Y agregaban, con dos entradas. Quien no quiere que lo vean, entra por el fondo.

Era una morena clara, más clara que morena, con los ojos amarillos de pantera, que en cada mirada voluptuosa, enviaba un temblor, desestabilizador y terrible, que inhibía la resistencia y soliviantaba los deseos. Cuerpo de culebra, movimiento de culebra y boca de coral. El cabello estirado en cascada, descansando en los hombros, hacía juegos de bambalinas, en eróticos vaivenes. En los senos de gelatina temblorosa, convergían todos los ojos transeúntes. Unos avarientos se quedaban clavados en la hendidura del pecho, que separaba los dos volcanes del cataclismo. Otros ojos menos avaros y más siniestros, resbalaban por las laderas insinuantes de las libidinosas turgencias. 

—¡Qué descaro!  ¿Cuándo en mis tiempos?  ¡Acabazón de mundo!

Nunca nadie completaba la visión anatómica de su cuerpo, porque se quedaba anclado, en el puerto orgiástico de su busto, si es que resistía el crucifijo de los ojos. A menos que el encuentro no fuera de frente, porque entonces la voluntad y la contemplación de aquella escultura palpitante, iba de la cabeza a los pies, en un embobamiento pendular.

Optó por el matrimonio con campana y baño de arroz. El sol le abrió su rayo de opciones para escoger; pero la bolita de la suerte, corrió por todas las casillas, hasta finalmente detenerse en la huérfana de porvenir. 

Erró nuevamente. Y las últimas lágrimas del fracaso repetido, se volvieron cavilaciones, que inundaron el cuarto, lavaron el techo negro y las paredes azules, que entonces tenían otros colores. 

—¡Dios le dio garras al tigre para que matara y se alimentara! ¡La rapidez al venado, para que corriera y se salvara! ¡A la mujer su cuerpo para el amor y la reproducción! 

Finalmente. Ella, poseedora de las armas de la seducción, no podía esconderse en la soledad de su soledad, ni seguir rebolichando la lotería fallida del matrimonio. 

Había cumplido con Dios, que ata los destinos celestiales; con la sociedad, que establece la conducta de convivencia terrenal y con la familia, que liga los afectos del corazón.
       
Ahora ella sería el centro egoísta de su decisión, en la búsqueda de placer y dinero, sin ofender a Dios, ni alabar al Diablo. 

—Una se defiende con las armas que Dios le dio.
       
Estableció clientela de discreta selección. Hombres decentes, sin ataduras y con dinero. Solía decirse para tranquilidad de su conciencia: 

—Yo escojo, nadie me escoge, aunque sea vendimia, no soy mercado público.

El tiempo la aisló del entorno social y familiar, en el ostracismo de su retiro y también la hizo olvidar la rigidez de las precauciones elementales. Un óvulo sin gobierno, burló la alcabala en las trompas de Falopio, donde nace la vida, que acogió en su seno un espermatozoide realengo y sin nombre, evadido de la fuente común de libertina promiscuidad.

El hijo nació en el claustro de la duda; con muchos padres, pero sin ninguno.

—¡Dios mío! ¿Cuál es la mentira que debo esgrimir para mi hijo sin padre? ¿O es la verdad lo que debo esgrimir para mi hijo con muchos padres? 

Y esa araña corrosiva, tejió y destejió, durante nueve meses, haciendo en la mente urdimbre de culpa y dolor.

La mujer fue recuperando la anterior lozanía; la morbidez del cuerpo, la alegría de sus ojos y la picardía en el caminar. Desapareció el pellejo sobrante en la cerca perimetral de la barriga. La grasa avarienta del tesoro lipídico, hábilmente aferrada en el peralte de las curvas, se fue trocando en gasolina y se hizo nuevamente la guitarra del cuerpo, en el sol esplendoroso de su mediodía. Los meses marchitos de pecas, manchas y abandono, se diluyeron en el espejo, alcahuete de su hermosura juvenil.

—¡Carajo! Ahora esa mujer se volvió más linda con el parto.

Y los comentarios tapizaban los caminos del palpitar, en cada tranco de su existencia: Babosos de sanguijuelas morbosas, intercalando groserías, que se iban con lujuria, buscando en vano, rendijas de penetración.

Contemplativos, de arte y poesía, que en etéreas comparaciones bajaban la luna, colgada de una estrella, para darle a ella el velo rutilante de su esplendor. 

Picarescos, de tenorios empecinamientos, buscando coronar en aventuras alpinistas, las cumbres borrascosas de su amor, ahora esquivo. Espontáneos, saltando al ruedo, sin saber por qué, embrujados entre la policromía cinética, en el mundo trastrocado de la ilusión, que la convertía en diosa altiva y serena.
       
Destapó su mente, quitándole el paño hermético, que la cubría. Cayeron de las ventanas los cerrojos, postigos y celosías y se hizo la luz en su entendimiento, hasta entonces virginal.
       
—¿Qué hago? ¿Quién soy? ¿Para dónde voy?
 
Y las interrogantes llenaron el cuarto de dormir, inundaron la cocina, colapsaron el baño, la sala y el corredor; rompieron la puerta del patio y se desperdigaron, por todas las partes, al libre albedrío.
       
Y entonces; condenó con mil candados de conciencia, la bodega de sus piernas; ya cerrada mucho antes de parir.
       
Y cuando se levantó de la silla, donde aprisionaba su descanso; notó que estaba livianita, como si hubiera desparecido su peso corporal y levitara, sostenida solamente por un velo tenue de nubes azules. 
Entonces se rompió la capa impermeable y aislante de su vida y pudo sentir el frío, el calor y los temblores del tiempo. Y siguieron la ruptura y la confrontación, con su mundo interior. Se apartaron las fibras del mollar amortiguador y sintió las presiones y los dolores, que atormentan la vida. Y se partió la concha dura del cofre hermético, que niega la entrada al sentimiento puro y a la sensibilidad, que calibra las emociones.
 
Se abrieron los baúles de la conciencia, liberando los reproches, cargos y penitencias y hasta el corazón se hizo leve, libre de amarguras y comenzaron a brotar, como hidras de fantasía, la paz interior, la ternura, la templanza, la seguridad y los demás valores éticos de la grandeza espiritual; ocupando todos los espacios, que dejaron libres, los del éxodo negativo. Y entonces apareció, en todo su esplendor, levitando en la nube azul de la existencia, la pulpa blanca y dúctil con el agua azucarada, que el cáliz del destino lleva por dentro.