Un Viaje en la Memoria, a mi Corazón Marabino
Desde lo más profundo de mis remembranzas, como un río caudaloso que desborda sus orillas, se agolpan en mi mente los ecos vibrantes y los colores intensos de mi tierra natal, esa que llamamos con tanto cariño la Ciudad del Sol Amado. ¡Ah, seguro has oído esta expresión! No es una frase cualquiera; es el sentir de todo un pueblo, así la llamamos los marabinos con el orgullo de quien lleva el sol en la piel. Es por nuestro incandescente astro rey, que nos baña con su luz dorada desde el alba hasta el ocaso, por su clima caluroso y tropical que nos envuelve en un abrazo constante, impregnando cada rincón de nuestra existencia con su particular calidez.
Sigo mi recorrido en las alas de la utopía, o quizás, más bien, en el delicado hilo de la nostalgia, y me detengo en el aire, suspendida sobre la majestuosidad imponente del Puente General Rafael Urdaneta, esa obra de arte que se alza sobre las aguas serenas del lago. Contemplo su vasta silueta, sus tirantes que parecen querer tocar el cielo, conectando no solo dos orillas, sino también el pasado con el presente, y la memoria con el anhelo. Mi viaje prosigue, cruzando la ciudad de punta a punta, por la emblemática Avenida Bellavista, un corredor de historias y vida, que me guía con su ritmo constante hacia los entrañables barrios de El Saladillo, Santa Lucía y El Empedrao. Calles de fachadas altas y grandes ventanales que parecen ojos curiosos, pintadas de colores vibrantes que reflejan la alegría de su gente, y que vieron nacer y crecer a tantos gloriosos gaiteros, cuyas melodías aún resuenan en cada esquina, cargadas de jolgorio y sentimiento.
En el lienzo inmaculado de mis recuerdos, se dibuja con una nitidez casi palpable la Calle del Empedrao, un lugar que va más allá de ser un simple conjunto de casas. Es un universo en sí mismo, un microcosmos donde todos se conocen, donde los lazos de vecindad son tan fuertes como las piedras de su suelo. Allí, la alegría no es una invitada, es la reina indiscutible de cada día. Los niños corretean sin cesar, sus risas cristalinas llenan el aire como una sinfonía infantil, mientras los abuelitos, con la sabiduría en sus ojos y la experiencia en sus arrugas, se sientan plácidamente en el ancestral "enlosao". Allí, bajo la sombra de los aleros, reviven sus tiempos mozos, aquellos años dorados de juventud y aventuras. Pero, sobre todo, comparten con los pequeños de la casa historias y leyendas mágicas de hadas y duendes, de princesas encantadas y héroes valientes, salpicándolas, de vez en cuando, con un chistecito picardioso que les arranca risas sinceras, carcajadas que se contagian y se expanden por toda la calle.
Mientras tanto, en una danza de aromas y sabores, el dulce y reconfortante olor de las abuelitas preparando golosinas caseras envuelve el ambiente, una fragancia que se mezcla con el aire del lago y la tierra caliente. Esas delicias, preparadas con amor y paciencia, están destinadas a los niños que, con ojos asombrados y mentes abiertas, escuchan fascinados los relatos de los abuelos. Muchas de estas historias, transmitidas de generación en generación, han trascendido el tiempo y se han vuelto leyendas vivas en El Empedrao, parte intrínseca del alma del barrio, susurrándose de boca en boca, manteniéndolas vivas para siempre.
Así transcurre el tiempo, día a día, en esta mágica callecita de mis recuerdos, "la Calle del Empedrao". Es mucho más que un lugar físico; es un tesoro, un refugio para el alma, grabado para siempre en lo más hondo de mi memoria, un pedazo de Maracaibo que llevo conmigo, adondequiera que vaya.


