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La vida como un edificio de 100 pisos - Miguel E. Molano


 Un Ensayo sobre el Ascenso y Descenso Existencial

A pesar de que durante nuestra existencia, acostumbramos contar los años hacia adelante, las cosas no so se ven de ese modo cuando las analizamos detenidamente. Imaginemos la vida como un rascacielos de cien pisos, donde cada piso representa una etapa de nuestra existencia. Al nacer, por obra y gracia, llegamos al último nivel —la azotea—, desde donde contemplamos el mundo con ojos nuevos. A medida que crecemos, descendemos escalón a escalón, atravesando pasillos llenos de experiencias, hasta llegar al sótano, donde nos espera el silencio. Esta metáfora arquitectónica no solo ilustra el paso del tiempo, sino que revela cómo percibimos la vida según la altura en la que nos encontramos.

Los Primeros Pisos (Infancia y Juventud): La Vista desde las Alturas

Pisos 100 al 80: La infancia

Desde el piso más alto, el mundo se ve como un mapa de posibilidades. Aquí, todo es luminoso: los colores son más vivos, los sueños no tienen límites, y el tiempo parece detenerse en juegos infinitos. Como niños, somos los dueños del edificio, corriendo por sus pasillos, asomándonos por las ventanas para ver el mundo, sin miedo a caer. La fragilidad —esa que solo reconoceremos décadas después— se disfraza de invencibilidad.

Pisos 80 al 60: La adolescencia y juventud

El descenso comienza. A estas alturas, empezamos a entender que el edificio tiene normas: hay ascensores que se estancan (fracasos), puertas que se cierran (oportunidades perdidas) y ventanas que muestran paisajes cambiantes (nuevas perspectivas). La rebeldía nos hace creer que podemos saltar entre pisos, ignorando que cada escalón descendido es irreversible. La Zona Intermedia (Edad Adulta): El Peso de las Decisiones

Pisos 60 al 40: La madurez temprana

Aquí, el edificio ya no es un parque de atracciones, sino una estructura con grietas visibles. Las responsabilidades —trabajo, familia, deudas— son como muebles pesados que arrastramos por las escaleras. Algunos se detienen en ciertos pisos para decorarlos con logros; otros bajan más rápido, empujados por crisis o pérdidas. La vista ya no es panorámica: vemos detalles, no horizontes infinitos.

Pisos 40 al 20: La crisis y la reinvención

Las paredes empiezan a mostrar sus cicatrices. Para algunos, este tramo es un descenso en picado; para otros, un replanteamiento. Es el momento de preguntarse: ¿Quiero seguir bajando en automático, o debo cambiar de escalera? Las relaciones se filtran como arena entre los dedos, y el cuerpo —esa estructura que creíamos indestructible— empieza a mostrar sus averías.

Los Últimos Pisos (Vejez): La Gravedad del Tiempo

Pisos 20 al 5: El ocaso

Los escalones se vuelven más estrechos. La velocidad del descenso acelera, aunque intentemos frenarla con recuerdos o rutinas. Desde aquí, el mundo exterior se ve difuso: los ruidos de la calle (las nuevas generaciones) ya no nos pertenecen. El edificio, antes lleno de compañeros de viaje, ahora está vacío en muchos pisos. La soledad se cuela por las rendijas. Muchos de aquellos que antes te acompañaban en la bajada, ya se te han adelantado y te has ido quedando solo.

Pisos 5 al Sótano: La preparación para el final

Quedan solo unos peldaños. El aire es denso, la luz escasa. El sótano no es un lugar de terror, sino de quietud: allí donde todas las escaleras convergen. Morir es llegar a ese último espacio y descubrir que, después de todo, el edificio nunca fue nuestro —solo lo habitamos durante un tiempo—.

¿Qué Importa en el Descenso? La metáfora del edificio nos confronta con preguntas esenciales:

¿Bajamos solos? Algunos encuentran compañeros de viaje; otros, fantasmas en los rellanos.

¿Qué dejamos en cada piso? Amores, arrepentimientos, huellas que otros pisarán.

¿El descenso define el viaje? No importa si bajamos rápido o lento, sino cómo habitamos cada espacio.
El sótano, al final, no es el enemigo. Es solo el lugar donde el edificio — esa construcción perfecta e imperfecta que llamamos vida— se funde con la tierra. Y tal vez, en ese silencio, resida la respuesta a por qué subimos tan alto al principio.