De todos los hatos y haciendas comenzaron a salirse los peones y a ponerse a la orden de los que parecían ser jefes y que estaban reclutando voluntarios para el general Fulano, quien venía desde los valles del Tuy, derrotando a cuanto jefe realista se le atravesaba y creciendo su ejército, en aluvión de victoria.
Se alistó en el primer pelotón que se formó con partidarios de la revolución. Montando un potro zaino, de lucero blanco en la frente, que era una exhalación en carrera y rienda que, sin necesidad de espuelas, se montaba encima del toro más corredor y lo empujaba con el pecho, hasta que la soga, en un cacho y quijada, le decretaba la derrota.
Una lanza amolada y encabada en el asta por él mismo, en una vara del árbol de píritu, que cimbra pero no parte y el machete amolado, por los dos lados, hasta la rabiza, eran sus armas, que le daban confianza en la invencibilidad de su ilusión guerrera.
Lo asignaron al grupo del coronel Sánchez, éste era un zambo presumido y mandón, que se apareció ante el reclutador con cuatro peones a caballo y arreando veinte novillos para la tropa y enseguida le expidieron el nombramiento de teniente de caballería; entonces fue por otras veinte reses más, arreadas de cualquiera, con la fuerza del fusil que portaba y entonces su nombramiento llegó a coronel.
—¡Dios mío! —pensó Juan Elías—, pero si yo conozco a este hombre. Este es Gumersindo, que fue mayordomo del viejo Arévalo y en un año lo arruinó. Todo el mundo lo conoce como cachilapiador de hierros y ladrón, herrando ganado orejano, hasta becerros mamando andan con su hierro y atrás de las vacas ajenas.
—¿Y esto es la revolución? —estas eran reflexiones recurrentes, que venían a la mente de Juan Elías, haciéndole surcos de decepción.
El pelotón tomó la vía de Santa Clara, a encontrarse con las fuerzas del coronel Pedro María Piña, quien se apostaría en aquel lugar, para ponerle sitio a la desembocadura del río. En el camino se les fueron sumando algunos aspirantes a combatientes, la mayoría a caballo, pero sin armas.
En la madrugada del segundo día, tomaron el pequeño pueblo de Chaparral; diez o quince casas, alrededor de una parada, donde los arrieros, en los tiempos de paz, que ahora llegaban a su fin, encontraban agua, pasto y corrales para sus animales, fueran arreos o manadas de ganado en pie y también agua y comida caliente para ellos y sitio donde colgar sus chinchorros y pasar la noche.
Reclutaron algunos, se escaparon otros y al pobre comisario lo tildaron de realista, enemigo de la patria, porque no dijo rápido ¡La Revolución! Cuando le preguntaron: —¿Quién vive?
Al amanecer lo fusilaron delante de los pobladores, traídos a la fuerza, para que presenciaran el asesinato, que ellos calificaban de acto de justicia y que serviría para escarmiento de todos.
El comisario era un pobre hombre, sin sueldo, armas, ni autoridad, que solo servía de enlace, para el arreglo de algunos problemas domésticos menores.
—¡Pero mi coronel! —dijo un soldado, tímidamente, queriendo reprochar el asesinato.
—¡Soldado! ¡Cállese! La guerra es la guerra y hay que matar, para que no lo maten a uno. —le gritó Sánchez —¡Pero!
—¡Cállese la boca, le dije! ¿O es que quiere que lo fusile también, por insubordinado?
—¡Qué viva el general Gumersindo Sánchez, carajo!
Y él mismo se proclamó. Seguramente, en el próximo asesinato llegaría a mariscal.
—¡Qué va! Este macho no es mi mula, —dijo, para sus adentros Juan Elías, con la candelita del arrepentimiento, chamuscándole las ilusiones y sus ideales y retirándose un poco del grupo. Después del fusilamiento, la autoproclamación a general de Gumersindo Sánchez y de comerse una res entera y arrastrar otras para la retaguardia, quitadas a la gente del lugar, siguieron la marcha, conquistando la patria. —Entonces esta es la revolución. Gumersindo Sánchez, un ladrón de ganado, matando inocentes en nombre de la patria. —eran las reflexiones que chocaban, en carambolas de repetición, en la mente de Juan Elías.
—Ahora general, autonombrado, por la acción heroica de Chaparral. Una pobre gente, apartada en los recovecos del llano, que ni siquiera sabían que se estuviera gestando en la Capital una revolución. Que no sabían nada de lo que pasara en otras partes, sino cuando pasaban los arrieros y algo contaban. Gente adulta, que nunca en la vida habían visto un periódico; nacidas y criadas en este suelo, ahora eran fusiladas por gobiernistas. —seguían las cavilaciones de Juan Elías.
—Abandoné a mi mujer, bien joven y complaciente. Dejé mis bienes, mi familia, mi trabajo, para cumplir con el deber de ciudadano y resulta que Gumersindo, un ladrón y asesino, encarna los ideales de la patria. ¡¡Dios mío!! ¿Cuál es el rumbo que debo darle a mi vida? —terminó pensando y el silencio interno lo sumió en un estado de postración.
Cuando Juan Elías fue a alistarse, en los ejércitos de la revolución, Candelaria, su mujer, lloró mucho, pero no se opuso.
—Si lo has meditado suficiente. —decía Candelaria, con firmeza—. Si consideras que es tu deber, para con la naciente República y si tú lo deseas, no me opondré, ni trataré de detenerte. Anda, que siempre te estaré esperando; pero ¡¡Por Dios!! ¡No te dejes matar!
Hasta allí llegó la entereza de Candelaria, que soltó el llanto y se le amarró al cuello, con aquellos brazos de prisión. Esa noche, en la intimidad de la cama temblaron las estrellas, hasta que los cuerpos, desnudos y exhaustos, no tuvieron fuerzas para encender deseos. Ahora, en el medio de la nada, cavilaba en la soledad de sus pensamientos, apenas a unas semanas de su encendida partida y ya tenía perdida la ilusión guerrera, confundido su sentido de patria, pensativo, sucio, barbudo y enflaquecido.
Serían las dos de la tarde, calculado con la suposición, sin agua y con el sol canicular, gritando amenazas de insolación, avistaron una punta de mata en la sabana.
—Mi general Sánchez. Esa es la quebrada de Agua Negra. —dijo un soldado.
—Bueno. Hagamos parada de descanso y comida. Viajaremos de noche, para confundir al enemigo. Tácticas de guerra del general Gumersindo Sánchez.
La tropa, taciturna y triste, por la modorra de la hora y el fusilamiento del pobre comisario, sin sentido ni justificación, que a todos cayó mal, calificándolo en silencio de vil asesinato; despertó un poco de su ensimismamiento y cavilaciones, por el brusco cambio en su concepción de la guerra y la conquista de la libertad. Cada quien acarició la tapara que llevaba de cantimplora y se aprestaban a entrar al refugio que la naturaleza les brindaba.
Y de repente, del monte salió una algarabía de balas, que tumbó más de la mitad de la tropa. Y el general Gumersindo Sánchez, en un arranque de valentía desnuda, gritó:
—¡Sálvense como puedan!! —cada
quién corrió, por los mil caminos de huida y el general, dando el ejemplo, salió de primero, corriendo hacia Chaparral, que lo sabía desguarnecido.
Allí lo estaban esperando los hijos del fusilado y otros vecinos, quienes habían mandado aviso a las fuerzas del gobierno, acantonadas en las cercanías. Supusieron que cuando los atacaran saldrían corriendo hacia atrás y ellos los estarían esperando acostados en el pajonal de la entrada, con una soga tendida, amarrado un extremo a una mata de chaparro y el otro lo templaron, cuando el coronel venía en su carrera desesperada.
Cayó al suelo y le cayeron encima, como un enjambre de avispas, cada quién le daba lo suyo, con las manos y con los pies. Lo llevaron al corral y estuvieron horas ahorcándolo en simulacro, en la horqueta del botalón, para que sufriera bastante y después con su mismo fusil, lo fusilaron.


